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PROYECTORAYUELA

Sonata de primavera (Memorias del Marqués de Bradomi)

Sonata de primavera (Memorias del Marqués de Bradomi)

Fragmento

(Ramón del Valle-Inclán)

Anochecía cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con sus acueductos ruinosos, y sus colinas que tienen la graciosa ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba por una vieja calzada: Las mulas del tiro sacudían pesadamente las colleras, y el golpe alegre y desigual de los cascabeles despertaba un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros orillaban el camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos su sombra venerable. La silla de posta seguía siempre la vieja calzada, y mis ojos fatigados de mirar en la noche, se cerraban con sueño. Al fin quedéme dormido, y no desperté hasta cerca del amanecer, cuando la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el cielo. Poco después, todavía entumecido por la quietud y el frío de la noche, comencé a oír el canto de madrugueros gallos, y el murmullo bullente de un arroyo que parecía despertarse con el sol. A lo lejos, almenados muros se destacaban negros y sombríos sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la noble, la piadosa ciudad de Ligura.

Entramos por la Puerta Lorenciana. La silla de posta caminaba lentamente, y el cascabeleo de las mulas hallaba un eco burlón, casi sacrílego, en las calles desiertas donde crecía la yerba. Tres viejas, que parecían tres sombras esperaban acurrucadas a la puerta de una iglesia todavía cerrada, pero otras campanas distantes ya tocaban a la misa de alba. La silla de posta seguía una calle de huertos, de caserones y de conventos, una calle antigua, enlosada y resonante. Bajo los aleros sombríos revoloteaban los gorriones, y en el fondo de la calle el farol de una hornacina agonizaba. El tardo paso de las mulas me dejó vislumbrar una Madona: Sostenía al Niño en el regazo, y el Niño, riente y desnudo, tendía los brazos para alcanzar un pez que los dedos virginales de la madre le mostraban en alto, como en un juego cándido y celeste. La silla de posta se detuvo. Estábamos a las puertas del Colegio Clementino.

Ocurría esto en los felices tiempos del Papa-Rey, y el Colegio Clementino conservaba todas sus premáticas, sus fueros y sus rentas. Todavía era retiro de ilustres varones, todavía se le llamaba noble archivo de las ciencias. El rectorado ejercíalo desde hacía muchos años un ilustre prelado: Monseñor Estefano Gaetani, obispo de Betulia, de la familia de los PríncipesGaetani. Para aquel varón, lleno de evangélicas virtudes y de ciencia teológica, llevaba yo el capelo cardenalicio. Su Santidad había querido honrar mis juveniles años, eligiéndome entre sus guardias nobles, para tan alta misión. Yo soy Bibiena di Rienzo, por la línea de mi abuela paterna. Julia Aldegrina, hija del Príncipe Máximo de Bibiena que murió en 1770, envenenado por la famosa comedianta Simoneta la Cortticelli, que tiene un largo capítulo en las Memorias del Caballero de Seingalt.

 

Imagen: Wikimedia common 

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