Desde Colombia : Historias de vida
Recorrido vital de Arnulfo Antonio
A veces un monólogo de sueños y de días idos, tantos como se pueden acumular durante 97 años de trasegar
constante, llenan el espacio en que se mueve Arnulfo Antonio Betancur Correa. Después salpica a todos con el
encanto de historias y carcajadas, resumen de una vida que se resiste a marchitarse
A esta altura del recorrido ya el camino es una trocha que se pierde en el cañaduzal y sólo el agudo sentido de
orientación del campesino permite alcanzar el objetivo. De arriba se ve la choza, construcción enclenque que,
con hojas de iraca, reta el inclemente tiempo de estos días. Algunas varas recién cortadas sirven para colgar
cualquier cosa y darle orden aparente a la vivienda de don Arnulfo Antonio Betancur Correa, un anciano de
rostro moreno que sonríe al descubrir sus inusuales visitantes.
Se marchita el día. Los maizales cargan el chócolo en flor, casi listo para el consumo. “Si quieren llevan, bien
puedan”, dice el viejo y enseña tres dientes solitarios en la geografía de su boca. No resiste más emoción,
cuando toma una guitarra y comienza a entonar melodías de hace tiempo, de cuando estaba muchacho y se
iba revolver tapetusa con alegrías y placeres en El Cielo, que era la zona de tolerancia de Ituango, el pueblo
donde se hizo hombre.
De esas historias quedaron muchas mujeres, doce hijos propios y 18 que ayudó a levantar, como que su
voluntad no se arredró nunca ante la necesidad del semejante. Para ello tenía las manos y mucha vocación de
entrega; eso era suficiente.
Cerca del Nechí
Don Arnulfo Antonio es un lugar común en el paisaje de la carretera que de Campamento desciende hasta la
ribera del Río Nechí, algunos kilómetros antes de llegar a Anorí. Es una zona de clima caliente, en el que la
caña de azúcar, el café, la yuca y el maíz representan la base de la economía.
Muchas veces prefiere don Arnulfo Antonio quedarse en la soledad de su rancho. Desde allí ve pasar el día
mientras llega la noche con su mensaje de estrellas.
Recuerdos brumosos
Tararea una canción que le despierta recuerdos. Nació en una vereda de Toledo y de ocho años se lo llevaron
para Ituango. Allí se terminó de levantar, aprendió los deicios del campo y también entendió la realidad que lo
rodeaba. Era una región tranquila, en la que la monotonía del trabajo en la hacienda de alguno de los ricos del
pueblo se rompía el fin de semana para ir a mercar, tomar guarapo, emborracharse y ver mujeres. Después
volvería la rutina.
Vemos que:
El fardo de yuca todavía está para sembrar. Pero ya hay chócolo listo para coger. El viejo está contento con el
fruto de su esfuerzo.
Dice:
• Fui a la escuela un año; a la berraca, medio aprendí a leer y a escribir. Conocí, en Ituango, al padre Julio
Tamayo, el padre Luis Carlos Cano, que nos dió la primera comunión a nosotros.
En forma de canto.
Aprendió a tocar guitarra, viendo. Después se ponía a zurrunguiar, nos cuenta
- Yo tocaba en Ituango, de muchacho, en El Cielo, en Batea Mojada, en el Alto de Marceliano, en La Trilladora,
en Guacharaquero, en La Alsacia-
“Mañana me voy de aquí/
pa’tierras que no conozco/
sólo te encargo bien mío/
no cambiés mi amor por otro/ no cambiés mi amor por otro/.
Amigos y compañeros/ tengan lástima de mí/
que se me fue de la mano/
la paloma que cogí/ la paloma que cogí”.
Retoma la conversación sin dejar de hacer sonar las cuerdas. Ya se muere el día. Yace en el fogón de leña la
ceniza todavía humeante. De tres palos cruzados cuelga la olla rechinada de recibir candela, con algunos
granos de arroz dentro.
-Quiero vivir mucho tiempo y después morirme en un lugar solitario. Le dije a un amigo que me trajera una barra
de Yarumal para hacer el hueco al lado del rancho y que nadie me mueva de ahí-.
Una sombra cansada
Con la noche encima, camina aferrado a un bordón improvisado de una vara que encontró cuando empezó a
subir la falda que lleva a la casa de don Guillermo Ortiz, a un lado de la carretera. Deja la trocha, el maizal, se
mete en el sembrado de caña, sin detenerse y sin dejar de hablar.
Está cansado, se siente enfermo y un poco triste por el entable que, según parece, tendrá que dejar después
de haber dejado allí todo su esfuerzo de 97 años. Si llega un momento en el que no haya para dónde coger, se
irá para Ituango.
Susurros de guitarra
“Por tu hermosura lloran las flores/
y las estrellas se ven brillar/
así la luna tiende sus luces/
por eso siempre/
te voy a adorar/.
Ya no tiene la guitarra y con el bastón simula que zurrunguea. La conversación sigue. -Yo nací el 19 de febrero
de 1902, un miércoles, faltando 22 minutos para las 2:00 de la tarde, en la vereda La Paila, más allá de Toledo.
Mi papá se llamaba Juan Lorenzo Correa y mi mamá María Roselina Betancur, ellos no fueron casados; a mí
me titulan Correa los amigos, porque les gusta; de Yarumal pa’llá me dicen es Correita; aquí fue donde me
bautizaron Abuelo.
La noche es un manto negro y el ambiente se llena con el canto de los grillos. La voz del viejo interrumpe el
concierto para hacer su propia melodía:
“Un mudo le dijo a un ciego/
mira la araña que va/
el ciego le contestó/ veo los pasos que da/
veo los pasos que da/
Me puse a lavar un negro/ y a ver qué color cogía/
mientras más agua le echaba más negrito se ponía/ más negrito se ponía”.
La última vez que estuvo en Medellín fue hace tres años. Estuvo visitando a Jesús Andrés, uno de sus hijos,
que vive en Santo Domingo. No se amañó porque cómo es eso de que uno tenga que vivir a puerta cerrada.
La familia
Sólo se casó una vez, con Carmen Emilia Herrera. Se marchó el día en que ella quiso mandarlo.
Los hijos tienen nombres repetidos: Arnulfo y Arnulfo, Manuel y Manuel, los segundos remplazaron a los
primeros, porque en todo capricho de cada mujer tiene que tener el nombre del marido, del patrón, de un amigo,
y si se muere lo remplaza con el otro que viene.
Los otros hijos están por ahí regados: Luis Ángel, Miguel Ángel, Marina, Norelia, Leticia, Margarita y Lucila.
Prefiere estar solo, como solo quiere morirse. A un lado del rancho, si antes no tiene que salir, quiere hacer un
hueco en el que descansará por siempre.
Fiestas y estrellas
Ama la fiesta. Cuando puede empuña un tiple o una guitarra. Si alguna vez lloró fue de rabia, no de miedo o de
tristeza porque le hace el quite a los problemas, mientras busca la solución para salir de ellos.
Cuajó la noche y don Arnulfo acosa para regresar a su cambuche, un lugar a medio hacer, donde lo esperan su
cama y el sonido del viento. Las frases brotan con la misma fuerza del comienzo.
Al tiempo de comer y de acostarse tiene una oración. Con ella despide el día y agradece el beneficio del
sustento: “Gracias te doy Señor, bendigo tu gran poder, habéis querido Señor, dejárnos anochecer, así te pido
Señor, nos dejes amanecer, con tu infinito poder, en el nombre de Dios y María Santísima”.
Después canta en latín apartes de una misa antigua, de esas que ya no se ven y que recuerda, nostálgico. Se
pierde luego en divagaciones sobre su regreso a Ituango, sobre la roza de maíz que tiene en su pequeño
entable, de las noticias sobre una paz esquiva, de los recuerdos que se meten por la noche al rancho y dejan
algunos resquicios por entre los que se cuela a la luz de las estrellas.
Por HERIBERTO GALLO MACHADO. Medellín "El Colombiano"
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